En el mar de la vida, surfeamos las olas de nuestras relaciones, y en esa marejada, el amor se convierte en el velero que da coherencia y color a nuestra existencia.
Pero no cualquier amor, sino aquel que merece el título de saludable, un amor que se practica con la destreza de un artesano consciente. Ya hemos recorrido caminos suficientes para comprender que la simplicidad es la esencia de la armonía. Un amor que no necesita malabares para sortear las dificultades que la vida inevitablemente nos presenta.
El amor surge en el contacto con la extrañeza del otro, no en proyectar en el otro lo que yo necesito que el otro sea para mi propia tranquilidad. Porque si el amor termina siendo eso, eso no es amor. Los que piensan que el amor tiene que ver con uno y no con el otro se apropian de un sentido del amor que proviene de los ramalazos de un ego no transformado.
Dando así como resultado el mayor de nuestros errores egoístas, convertir una pasión tan noble como el enamoramiento en una necesidad carcelaria para nosotros mismos y los otros.
A poco que nos sentimos enamorados transformamos la admiración que surge de manera natural por el artificio de la posesión de lo que el otro debe ser para mi ideal de pareja. No dando lugar a tener mucho contacto con el otro diferente, no dejando espacio a la libertad que impulsa el amor, agotando el deseo por carencias satisfechas, estrangulando el desarrollo de los corazones por no respetar las diferentes razones.
El amor es simplemente entrega
Si en el amor importa más el otro hay entrega. Si vas a favor de ti mismo en nombre del amor lo que haces es negocio interesado. Por eso, cuando uno ama la prioridad la tiene el otro. El amor es retirarme para que el otro sea. Es el deseo de acompañar al ser amado para que pueda llegar a ser lo que está llamado a ser.
No albergamos exigencias desmedidas, solo anhelamos la transformación que emana de un amor tan sencillo como profundo. No pedimos la perfección, pues sabemos que la imperfección es el terreno fértil donde crece el crecimiento mutuo. Pero sí anhelamos la voluntad constante de perfeccionar, de aprender y evolucionar juntos.
Que cada desafío sea una oportunidad para fortalecernos, y cada logro, un motivo para celebrar. Que sea eterno en su esencia, aunque no en su forma. Que perdure más allá de las estaciones cambiantes de la vida, resistiendo las tormentas que intenten desgastar su esencia.
Un amor que, como el buen vino, mejora con el tiempo, enriqueciéndose con las experiencias compartidas.
La primera tarea es templar la voracidad inherente, esa que devora a los demás y a uno mismo en el proceso de enamorarse como enajenación mental transitoria.
Que sea un amor que nutra en lugar de consumir, que construya en lugar de destruir. Que sea un amor que no juzgue, no reproche y no nos quiera hacer cambiar. Que sea un amor que navegue en el respeto, la empatía y la compasión por la vulnerabilidad propia y ajena.
Que el pasado, lejos de ser una carga, sea un aliado, una guía que nos enseñe las lecciones necesarias para forjar un futuro más fuerte juntos. Y así, con esa sabiduría adquirida, dar la bienvenida al presente con los brazos abiertos, sabiendo que el amor es una práctica diaria.
En resumen, construyamos un amor saludable, simple pero profundo, capaz de superar los desafíos sin artificios. No busquemos la perfección, sino la voluntad constante de perfeccionar y transformarnos juntos, aspirando a una conexión eterna en su esencia e impermanencia.
No permitamos que el amor chiflado, caprichoso e inestable, entre en nuestro santuario.
Rechacemos la extravagancia de la sinceridad y la inestabilidad de la autenticidad; practicando la vulnerabilidad, la flexibilidad y la conciencia diaria, aspirando a iluminar nuestras vidas con la luz suave de un amor saludable.
Porque, al final del día, no pedimos más que un amor que nos haga mejores personas, que ilumine nuestras vidas con la pasión, la comprensión y la aceptación de una existencia que se nos hace corta. Porque en la vida estaremos siempre diciendo adiós y eso no nos puede impedir lanzarnos a a-mar.
El miedo a morir, en verdad, es temor a vivir, a abrazar cada instante, a sentir y a fluir. Por eso recuerda, para tu último viaje, que en el mar se trata de a-mar sin ningún equipaje.
Si me amo, te amo. Y si te amo, me amo.
Prolongar la vida amando y mirando un infinito mar reflejado en los ojos.