El Consejo de Ministros ha aprobado por fin la regulación del uso medicinal del cannabis en España. Una noticia que, más que abrir un nuevo capítulo, parece cerrar un largo periodo de negación institucional ante una realidad que la ciencia, la clínica y los propios pacientes ya habían asumido hace tiempo.
Durante años, miles de personas con dolor crónico, epilepsia refractaria, cáncer o esclerosis múltiple han buscado alivio en el cannabis, no por rebeldía, sino por necesidad. Mientras tanto, el marco legal permanecía inmóvil, y la respuesta política se limitaba a mirar hacia otro lado. Hoy, el decreto llega con vocación de rigor y seguridad, pero también con el peso del retraso: el de una norma que regula algo que hace mucho dejó de ser excepcional en la práctica médica y social.

La lentitud del legislador frente a la urgencia del paciente
El cannabis medicinal es un ejemplo paradigmático de cómo la normativa sanitaria suele llegar mucho después de la práctica clínica y de las necesidades reales de los pacientes. La medicina evoluciona desde la experiencia y la evidencia, mientras la ley se mueve desde el miedo, la fiscalización y el cálculo político.
Este retraso tiene un coste humano: pacientes que han tenido que convertirse en sus propios terapeutas, corriendo riesgos legales o recurriendo a productos de procedencia incierta. No lo han hecho por desconfianza en la ciencia, sino por la convicción —muchas veces respaldada por estudios— de que el cannabis podía ofrecerles una calidad de vida que los fármacos convencionales no lograban.
El eterno dilema: ¿salud o recaudación?
El debate no es solo médico, sino profundamente ético. ¿Qué pesa más en las decisiones legislativas: la salud de la población o la manera de controlar —y gravar— su acceso a lo que la naturaleza ofrece?
Cuando el argumento del peligro se aplica selectivamente, pierde credibilidad. Si realmente se tratara de proteger la salud pública, hace tiempo que el alcohol y el azúcar habrían sido tratados con la misma severidad que el cannabis. Pero ambos mueven industrias poderosas y tributan generosamente.
La diferencia es que el cannabis amenaza un modelo económico basado en la dependencia a determinados medicamentos. Si se reconociera plenamente su eficacia terapéutica, se reduciría el consumo de analgésicos, ansiolíticos y opioides. Y eso no solo afectaría al negocio farmacéutico, sino también a la propia estructura de un sistema sanitario acostumbrado a tratar síntomas más que a promover bienestar.
Una oportunidad para madurar como sociedad
El nuevo decreto es un paso, pero no una meta. Si su aplicación se convierte en un laberinto burocrático, solo servirá para perpetuar la desigualdad entre quienes pueden acceder al tratamiento dentro del sistema y quienes seguirán buscándolo fuera.
Aceptar el cannabis medicinal no debería ser un gesto político, sino un acto de coherencia con la evidencia científica y con el sufrimiento de quienes llevan años esperando ser escuchados. El desafío, más allá de la fiscalización y los registros, es aprender a confiar en la madurez sanitaria y ética de una sociedad que ya ha demostrado estar por delante de su legislación.
Porque, en última instancia, no se trata de legalizar una planta, sino de humanizar la medicina.
